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La universalidad del evangelio frente al nacionalismo religioso

  • Foto del escritor: Yonathan Lara
    Yonathan Lara
  • 8 oct
  • 6 Min. de lectura

Introducción: un evangelio sin fronteras


Uno de los rasgos más fascinantes del evangelio es su universalidad. Desde el inicio, Dios reveló que su propósito no estaba limitado a una sola nación, sino que alcanzaba a toda la humanidad. La elección de Israel fue estratégica, pero nunca exclusiva: a través de Abraham, Dios prometió bendecir a todas las familias de la tierra. El evangelio no es patrimonio cultural de un pueblo, ni puede ser reducido a una bandera o un sistema nacional. Es la noticia buena de un Reino que rompe las fronteras y trasciende las divisiones humanas.


Sin embargo, en distintos momentos de la historia, la Iglesia ha sido tentada a confundir el Reino de Dios con proyectos nacionalistas o identitarios. Se ha caído en la ilusión de creer que Dios favorece a un pueblo en detrimento de otros, que la fe cristiana debe ser sinónimo de una cultura particular, o que defender a Cristo equivale a defender símbolos patrios. Esta confusión produce exclusión, violencia y distorsión del mensaje.


Hoy necesitamos recuperar la visión bíblica de un evangelio universal, que no anula las culturas, sino que las redime; que no uniforma, sino que integra; que no favorece a una nación sobre otra, sino que llama a todos a la reconciliación en Cristo.


La tentación de encerrar la fe en una nación


El nacionalismo religioso se expresa en la idea de que la fe cristiana pertenece de manera privilegiada a una nación o cultura específica. Esto genera una falsa equivalencia: ser buen ciudadano de cierto país se convierte en sinónimo de ser buen cristiano. A lo largo de la historia, esta tentación ha reaparecido con fuerza, causando graves daños al testimonio de la Iglesia.


Israel mismo fue tentado en este sentido. Aunque fue elegido como pueblo del pacto, los profetas constantemente les recordaban que esa elección no era un privilegio de exclusión, sino una responsabilidad de bendición hacia los demás pueblos. Sin embargo, el orgullo nacional llevó a veces a despreciar a las naciones gentiles, olvidando que la promesa a Abraham era universal.


En la Iglesia primitiva, la misma tensión se repitió. Muchos cristianos judíos pensaban que los gentiles debían adoptar la cultura judía para ser parte del pueblo de Dios. El Concilio de Jerusalén, narrado en Hechos 15, fue clave para establecer que la salvación es por gracia y fe, no por prácticas culturales o nacionales. La decisión de no imponer el yugo de la ley mosaica a los gentiles fue un acto profético que reafirmó la universalidad del evangelio.


Hoy vemos esta tentación cuando se confunde la identidad cristiana con símbolos patrios, partidos políticos o proyectos nacionalistas. Cuando la Iglesia se ata a una nación particular, pierde de vista su verdadera ciudadanía en los cielos y corre el riesgo de predicar una fe parcializada en lugar de un evangelio global.


Jesús, el Mesías universal


Jesús vino como Mesías de Israel, pero nunca limitó su misión a los confines de esa nación. Desde el inicio de su ministerio, mostró que su mensaje era para todos. Habló con samaritanos, sanó a siervos de romanos, elogió la fe de una mujer cananea y anunció que muchos vendrían de oriente y occidente para sentarse a la mesa en el Reino de los cielos.


En su muerte y resurrección, Jesús rompió cualquier muro de separación. Pablo lo explica en Efesios 2: Cristo derribó la pared intermedia de separación, reconciliando en sí mismo a judíos y gentiles en un solo cuerpo. Esto significa que ya no hay una nación con privilegios exclusivos: en Cristo, todos tienen acceso al Padre.


El evangelio universal no elimina las identidades culturales, pero sí las subordina a la identidad mayor de ser hijos de Dios. En Cristo ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, porque todos somos uno en Él (Gálatas 3:28). Esta no es una negación de la diversidad, sino su plenitud en unidad.


Pentecostés: señal de universalidad


El día de Pentecostés es una de las escenas más poderosas de la universalidad del evangelio. Cuando el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos, cada persona escuchó el mensaje en su propia lengua. No se trató de una imposición de un idioma “sagrado”, sino de un milagro de traducción. El Espíritu validó la diversidad lingüística y cultural, mostrando que el evangelio es para cada pueblo en su propio idioma.


Pentecostés contrasta con Babel. En Babel, la humanidad quiso unificar su proyecto bajo un solo idioma y poder centralizado, lo que terminó en confusión. En Pentecostés, Dios no uniformó, sino que unificó en la diversidad, mostrando que la salvación no viene de eliminar diferencias, sino de reconciliarlas en Cristo.


Esto significa que cualquier intento de encerrar el evangelio en una sola cultura, nación o lengua es contrario al espíritu de Pentecostés. El evangelio debe ser traducido, contextualizado y proclamado en cada cultura, sin perder su esencia universal.


Ejemplos históricos de nacionalismo religioso


La historia de la Iglesia ofrece numerosos ejemplos de cómo la confusión entre evangelio y nacionalismo religioso ha afectado al testimonio cristiano.


En el Imperio Romano, Constantino declaró al cristianismo como religión oficial, lo que en un inicio favoreció su expansión, pero también produjo una fusión peligrosa entre poder político y fe cristiana. Ser ciudadano del imperio comenzó a confundirse con ser cristiano, diluyendo la radicalidad del evangelio.


En la Edad Media, las cruzadas fueron otro ejemplo dramático: se usó la fe como bandera para justificar guerras, mezclando evangelio con proyectos de poder y conquista. En lugar de ser un testimonio del amor de Cristo, se convirtió en una excusa para la violencia y la expansión política.


Durante la Reforma, aunque el retorno a la Escritura trajo una renovación poderosa, también surgieron nacionalismos religiosos que dividieron Europa en bloques de fe asociados a reinos particulares. El evangelio, en algunos casos, fue reducido a la identidad nacional de cada territorio.


Incluso en la modernidad, el cristianismo ha sido usado como símbolo de proyectos coloniales, justificando la imposición cultural bajo la bandera de la fe. Estos ejemplos muestran el peligro de perder de vista la universalidad del evangelio, reduciéndolo a herramienta de poder humano.


El evangelio en la diversidad cultural


La universalidad del evangelio no significa homogeneidad. La visión final del Apocalipsis muestra una multitud de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas, adorando juntos al Cordero. La diversidad no desaparece en la eternidad: es parte de la gloria de la redención.


Esto nos enseña que la Iglesia no debe imponer uniformidad cultural. El evangelio no es occidental ni oriental, no pertenece a una cultura dominante. En cada contexto se expresa con colores, lenguajes y formas propias, siempre que se mantenga fiel a la verdad de Cristo.


El desafío pastoral es predicar un evangelio que no borre las identidades culturales, pero que las redima en Cristo. Un evangelio que una sin uniformar, que respete la diversidad pero afirme la verdad única del Señorío de Jesús.


Cómo predicar un evangelio sin banderas

En la práctica, ¿qué significa anunciar un evangelio que trasciende el nacionalismo religioso?

Implica recordar siempre que nuestra ciudadanía está en los cielos y que ninguna bandera nacional puede competir con la cruz. Significa formar discípulos que amen a su nación, pero que no la absoluticen, que trabajen por el bien común, pero que no confundan patriotismo con cristianismo.


También requiere confrontar los discursos que intentan usar el evangelio para fines políticos o partidarios. La Iglesia no puede ser cómplice de ideologías que manipulan la fe para ganar poder. Predicar un evangelio sin banderas es proclamar que Cristo es Señor sobre todas las naciones y que en Él no hay privilegios geográficos ni culturales.


En términos pastorales, se trata de enseñar a los creyentes a ver a los demás no como extranjeros o rivales, sino como potenciales hermanos en Cristo. Se trata de cultivar una visión misionera que no se encierre en fronteras, sino que se abra a todas las naciones, cumpliendo el mandato de hacer discípulos de todos los pueblos.


Conclusión: un evangelio para toda nación

El evangelio universal es la respuesta de Dios al nacionalismo religioso. Mientras las ideologías humanas buscan encerrar a Dios en fronteras, el evangelio rompe esas divisiones y ofrece salvación a todo aquel que cree.


Nuestra tarea como Iglesia es mantener viva esta visión: predicar un Cristo que no es propiedad de un pueblo, sino el Salvador del mundo. Vivir como ciudadanos de un Reino que trasciende culturas y naciones. Rechazar toda forma de manipulación nacionalista de la fe y proclamar que, en la cruz, todas las banderas quedan subordinadas al señorío de Jesús.


La universalidad del evangelio no es una teoría abstracta: es una realidad pastoral, misionera y profética. Nos llama a vivir sin fronteras, a adorar en la diversidad, a servir a toda nación. En un tiempo donde resurgen los nacionalismos y los exclusivismos, el testimonio de la Iglesia debe ser claro: Cristo murió y resucitó por todos. Y toda lengua, en toda nación, está invitada a confesar que Jesús es Señor para gloria de Dios Padre.

 

 
 
 

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