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La tentación del elitismo espiritual en la Iglesia moderna

  • Foto del escritor: Yonathan Lara
    Yonathan Lara
  • 15 oct
  • 13 Min. de lectura
Introducción: el viejo pecado con ropa nueva

La Iglesia está llamada a ser el signo visible de un Reino donde “no hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre… porque todos somos uno en Cristo Jesús”. Esta visión de unidad no es un eslogan piadoso, sino el corazón mismo del Evangelio: Dios reconcilia consigo a un pueblo formado de toda lengua, tribu y nación, y lo reúne alrededor del Cordero. Sin embargo, el enemigo que divide suele encontrar veredas sutiles para infiltrarse en la comunidad de los santos. Una de las más persistentes es el elitismo espiritual: la ilusión de que hay creyentes “de primera” y “de segunda”, ministerios “superiores” y “menores”, experiencias más “puras” y otras menos valiosas, saberes que “elevan” y simples fidelidades que “no cuentan”. El elitismo no necesita proclamas altisonantes; a menudo se nutre de guiños, de códigos, de pequeños gestos que establecen jerarquías implícitas. Se cuela en el lenguaje, en la plataforma, en la selección de voces, en la estética del culto y en la economía simbólica de una comunidad. Y cuando se instala, erosiona la comunión, empobrece la misión y oscurece el rostro de Cristo.


La tentación del elitismo no es exclusiva de una corriente teológica o de un estilo eclesial. Puede habitar en la iglesia litúrgica y en la congregación carismática, en el seminario y en la célula de barrio, en el liderazgo con títulos y en la mística del autodidacta. A veces se disfraza de excelencia; otras, de autenticidad. Puede buscar prestigio académico o capital espiritual, aplauso humano o autoridad informal. Pero en el fondo siempre opera la misma lógica: autopromoción, comparación, reducción de los otros a “todavía no” y de uno mismo a “ya”. Por eso, el remedio no es estético sino evangélico; no es cosmético sino cruciforme. Se trata de volver a Cristo, de beber de la gracia que iguala el terreno, de cultivar prácticas e imaginarios comunitarios que encarnen la humildad del Señor.


El fariseísmo y el gnosticismo como arquetipos

La Escritura nos ofrece dos arquetipos que iluminan la tentación del elitismo. El fariseísmo representa el elitismo de la forma y de la separación: una identidad definida por límites, por purezas, por la pedagogía del “no tocarás”, por el capital simbólico de la respetabilidad religiosa. Jesús desenmascaró este proyecto porque convierte la obediencia en performance, la piedad en marca de estatus y a los pobres y pecadores en “otros” que contaminan. El fariseísmo mide, clasifica, etiqueta. Su espiritualidad, en apariencia rigurosa, es incapaz de alegría por el pecador encontrado; no sabe entrar en la fiesta del Padre.


El gnosticismo, por su parte, representa el elitismo del saber secreto y de la experiencia reservada a iniciados. Se nutre de la idea de que hay niveles de iluminación inaccesibles al común de los fieles, un “plus” de espiritualidad que no se verifica en el amor sino en el acceso a claves especiales. El Nuevo Testamento combate este espíritu insistiendo en la publicidad del Evangelio: Cristo es revelado a pequeños y a sabios, la verdad se proclama desde azoteas, el misterio escondido ahora es Cristo en vosotros, esperanza de gloria. No hay llaves ocultas para pocos; hay un Evangelio abierto para todos.

Estos arquetipos conviven hoy en formas nuevas. El fariseísmo contemporáneo se traduce en listas de respetabilidad social y en estéticas de pureza que excluyen a los diferentes. El gnosticismo reaparece cuando se absolutizan ciertas experiencias, lenguajes o marcos teóricos como si fueran la medida de la espiritualidad verdadera. Ambos, en el fondo, comparten el mismo virus: la autojustificación.


Dónde se esconde hoy el elitismo: cartografía de lo sutil

El elitismo del conocimiento aparece cuando la formación teológica, don legítimo y necesario, se confunde con superioridad moral o espiritual. El estudio pasa de ser servicio al cuerpo a convertirse en credencial para hablar siempre y escuchar poco. La gramática original, la historia de la liturgia, la hermenéutica de alto vuelo pueden convertirse en murallas si dejan de estar al servicio del pueblo. Al otro extremo, el antiintelectualismo elitista desprecia el estudio con una arrogancia inversa: “Dios me habla directo; yo no necesito maestros”. Uno y otro se alimentan de la comparación, no del amor.


El elitismo de los dones también es ubicuo. En ambientes carismáticos se corre el riesgo de tratar ciertos dones como si fueran divisas de rango y, en consecuencia, a sus portadores como “intocables”. En ámbitos menos expresivos sucede lo mismo con otras capacidades: la oratoria, la organización, la música, la producción estética. Cuando un don deja de servir y comienza a dominar, ha perdido su naturaleza de caridad y se ha convertido en una herramienta de distinción.


El elitismo del liderazgo se manifiesta cuando la autoridad pastoral se absolutiza, cuando la figura del líder se rodea de inmunidad simbólica, cuando el “siervo” se transforma en una marca. El liderazgo evangélico siempre huele a toalla y a agua de lavar pies. Si la plataforma no conduce a la mesa compartida, si la visibilidad no desemboca en vulnerabilidad, entonces la autoridad ha dejado de ser carisma y se ha vuelto trono.


El elitismo de la experiencia, finalmente, fetichiza itinerarios espirituales: “si no viviste X, no entendiste”; “si no has pasado por tal cumbre o tal valle, tu fe es infantil”. La vida en Cristo no es uniforme y no admite mapas de peajes obligatorios. En el cuerpo hay diversidad de historias y la madurez no se deja encerrar en una narrativa única.


La gracia que desarma jerarquías

El antídoto no es otro que la gracia. La gracia nos saca del juego de la comparación: no nos salva un currículum de obras, ni una experiencia canonizada, ni una ortodoxia perfecta; nos salva Cristo. La gracia invierte la economía de la reputación: lo que era ganancia lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo. La gracia devuelve al estudio su carácter de servicio, al don su carácter de regalo, al liderazgo su forma de cruz, a la experiencia su función de testimonio. La gracia nos libera para celebrar el bien que Dios hace en el otro sin sentirnos disminuidos. Nos libera para aprender de quienes no hablan nuestro dialecto espiritual. Nos libera para reconocer límites y pedir ayuda.


La gracia, además, democratiza la presencia de Dios. No hay templos de acceso preferente ni backstage espiritual. El velo rasgado anuncia que el camino está abierto para todos. Esto no borra la diferencia de funciones; la importancia de un pastorado bien ejercido, de una docencia fiel, de un gobierno eclesial prudente, es indiscutible. Pero la diferencia funcional nunca debe transformarse en diferencia ontológica. Quien preside lo hace en el Señor, no por encima del cuerpo sino en medio de él.


La comunión de los santos y la igualdad de la filiación

La eclesiología paulina no imagina una iglesia como pirámide, sino como cuerpo. En el cuerpo, lo honorable cubre a lo menos visible; lo que aparenta debilidad es indispensable; el ojo y la mano se necesitan mutuamente. Esta visión desarma todo elitismo porque revela la falacia de la autosuficiencia espiritual. La comunión de los santos es una doctrina práctica antes que poética: implica el reconocimiento explícito de que mi crecimiento depende de Cristo y del Cristo en los otros.


La igualdad de la filiación también es decisiva. No hay hijos “VIP”. El testimonio del Espíritu en nosotros clama “Abba, Padre” y ese mismo Espíritu reparte dones “como Él quiere”, no como lo desea el mercado de prestigios. La adopción nos lleva a una mesa común; la Eucaristía lo dramatiza: todos comemos del mismo pan, todos bebemos de la misma copa. La mesa del Señor es el sacramento anti-elitista por excelencia: delante de ella caen las máscaras, se confiesa el pecado, se recibe perdón y nadie puede sentarse como dueño.


Diagnóstico pastoral del elitismo: síntomas y contextos

Hay síntomas inequívocos: conversaciones donde se cita personas más que a Cristo, ministerios que compiten por visibilidad, accesos filtrados a espacios de formación o de servicio, políticas informales que distinguen entre “de adentro” y “de afuera”, bromas recurrentes sobre “los menos espirituales”, agendas blindadas a la voz profética de los pequeños. También hay contextos que amplifican la tentación: iglesias que crecen rápido sin procesos de discipulado profundo, comunidades que dependen excesivamente de una sola figura, entornos digitales que premian la imagen por encima del carácter, circuitos ministeriales atravesados por una cultura de mercado.


El diagnóstico pastoral exige escuchar. Detrás del elitismo suele haber inseguridades no resueltas, heridas, búsquedas legítimas de reconocimiento canalizadas de manera desordenada. Por eso, la corrección debe ser firme y, a la vez, empática. La meta no es humillar a los “exitosos” ni colectivizar mediocridades, sino recordar a todos la forma de Cristo.


Cristo como forma: la kenosis que reconfigura

El himno de Filipenses presenta la kenosis como paradigma: el Hijo se despoja, toma forma de siervo, se humilla hasta la muerte de cruz. Este no es un mero ejemplo moral; es la forma del Reino. La comunidad que adora a Cristo crucificado aprende a medir la madurez no por ascensos verticales sino por descensos amorosos. La grandeza en el Reino se reconoce por la capacidad de ocupar el último lugar sin resentimiento. Cuando la cultura eclesial internaliza esta forma, el elitismo pierde oxígeno. Ya no es rentable hacerse ver; empieza a ser hermoso hacerse cargo.

La kenosis no devalúa los dones ni apaga el brillo de las vocaciones. Al contrario, los libera del narcisismo y los orienta al servicio. Un teólogo kenótico traduce, escucha, acompaña. Un músico kenótico deja espacio, compone para el pueblo, no para el aplauso. Un líder kenótico delega, rinde cuentas, celebra los logros ajenos.


Conocimiento que edifica: de la torre al taller

El conocimiento teológico puede ser torre o taller. Torre, cuando se usa para mirar a los demás desde arriba; taller, cuando se convierte en herramienta que repara, construye y forma. Cada tradición teológica aporta herramientas únicas: una hermenéutica que abre la Escritura, una sensibilidad litúrgica que cuida el alma, una praxis misionera que mira la periferia. El elitismo uniforma; la caridad integra. La cura no es la ignorancia, sino el amor que pone el saber al servicio del bien común.


Practicar la hospitalidad intelectual es una disciplina anti-elitista: traducir sin simplificar, enseñar sin humillar, curar sin exhibir. Esto exige pedagogías lentas, paciencia con las preguntas, resistencia a la tentación del ingenio que impresiona y poco sirve. Exige, además, aprender de otros saberes: sociología, economía, psicología, artes. La Iglesia no necesita pundonor; necesita sabiduría encarnada.


Dones y carismas: caridad o capital

Los dones espirituales no son capital simbólico; son caridad derramada. No definen estatus; definen servicio. El lenguaje del Nuevo Testamento es insistente: los dones son “para provecho de todos”, “para edificación”. Un carisma desconectado del amor se vuelve ruido. La iglesia sana no puntúa los dones según espectacularidad, sino según fidelidad y fruto. En ese marco, lo oculto vale, lo pequeño perdura, lo cotidiano sostiene. La visita silenciosa, la intercesión en la madrugada, la paciencia con los niños, la administración honesta, la hospitalidad simple, la generosidad discreta, la escucha atenta: así se teje el Reino.


Una práctica concreta para desactivar el elitismo carismático es la rotación y distribución de espacios. Que muchos oren, que muchos lean, que muchos canten, que muchos prediquen según la gracia recibida y el discernimiento pastoral. La diversidad visible educa el corazón del pueblo y previene la idolatría de figuras.


Liderazgo como servicio: autoridad que lava pies

El liderazgo en la Iglesia no es derecho adquirido, es don que comporta peso. El lenguaje bíblico para la autoridad es pastoral: apacentar, cuidar, velar, dar la vida. Cuando el liderazgo se nombra, debe ir acompañado de prácticas que lo encuadren en la forma de Cristo: rendición de cuentas, equipos plurales, mecanismos de protección frente a abusos, hábitos de escucha, vida de oración. La autoridad se verifica no en la capacidad de controlar, sino en la capacidad de sostener.


La comunidad debe resistir la cultura del “ungido intocable”. El verdadero ungido es accesible, enseñable, corregible. Hace memoria de sus pecados, agradece a sus maestros, reconoce a quienes lo sostienen. No se nota porque brilla; se nota porque ilumina a otros.


Estilos, liturgias y el espejismo de lo “auténtico”

El elitismo también se viste de estilo. Se puede absolutizar una liturgia histórica y despreciar expresiones populares, o, al revés, sacralizar la estética contemporánea y ridiculizar la tradición. La autenticidad evangélica no depende del compás o del vestuario, sino del corazón quebrantado, de la verdad de las palabras, de la coherencia entre culto y vida. La Iglesia que acoge canta con voces distintas el mismo Evangelio. La formación litúrgica, cuando no es elitista, enseña a la comunidad a orar con palabras de todos y para todos. La creatividad, cuando es humilde, evita guiños para expertos y busca hospitalidad para el que llega.


Doctrina y hospitalidad: firmeza sin soberbia

La fidelidad doctrinal es un acto de amor. Pero la ortodoxia sin hospitalidad degenera en elitismo inquisitorial. Defender la fe no implica construir clubes de insiders, sino abrir las Escrituras para que el extraño se vuelva amigo. La firmeza requiere gentileza, y la gentileza no es relativismo; es el tono del Maestro. Pastoralmente, esto se traduce en procesos de discipulado que acompañan, corrigen, esperan, y no en exámenes de acceso que filtran por complejidad dialéctica. En lugar de “tú no estás listo”, la Iglesia aprende a decir “caminemos juntos”.


Clase, género, raza y educación: intersecciones del elitismo eclesial

El elitismo espiritual suele mezclar factores sociales. Los pobres perciben cuando la Iglesia asocia éxito espiritual con prosperidad material. Las mujeres perciben cuando su voz es tolerada pero no escuchada. Las personas racializadas perciben cuando su estética es exotizada pero su liderazgo es postergado. Quienes no tienen títulos perciben cuando su sabiduría es consultada para el testimonio pero ignorada en la planificación. La lucha contra el elitismo, por eso, es inseparable de la justicia. La eclesiología del cuerpo demanda que abramos mesas, púlpitos y presupuestos a la diversidad real del pueblo de Dios.


Plataformas digitales y métricas: tentaciones nuevas

La era digital multiplicó voces y democratizó accesos, pero también inventó métricas de vanagloria. Seguidores, visualizaciones, tendencias, colaboraciones, todo puede convertirse en termómetro de “unción”. Las plataformas son herramientas, no sacramentos. Sirven cuando conectan, enseñan, visibilizan obras de Dios, dan lugar a voces periféricas. Se vuelven ídolos cuando dictan el contenido, crean ansiedad por relevancia, colonizan el lenguaje del púlpito y suplantan el discernimiento de la comunidad local. Resistir el elitismo digital implica priorizar lo encarnado, celebrar lo que no se ve, desactivar el algoritmo de la comparación, rechazar la cultura del “brand ministerial” como identidad.


Medir la salud por el fruto del Espíritu

Si la tentación del elitismo es medir por logros, la cura es medir por fruto. El Nuevo Testamento propone un examen distinto: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza. Este inventario desarma el carisma-centrismo y el conocimiento-centrismo porque se enfoca en la semejanza a Cristo. Una iglesia que se autoevalúa por el fruto del Espíritu detecta rápido al “exitoso” sin amor, al “docto” sin mansedumbre, al “milagrero” sin templanza. Y en vez de celebrarlos, los invita a la cruz.


Prácticas eclesiales que curan: liturgias de humildad

Las prácticas importan porque moldean el corazón. Entre las que combaten el elitismo destacan la confesión comunitaria de pecados, que nos iguala como necesitados; el lavatorio de pies, que dramatiza la forma de Cristo; la mesa abierta a los quebrantados y reconciliados, que recuerda que nadie compra el pan; el testimonio compartido, que distribuye voz; la intercesión coral, que descentra el micrófono; la rotación de ministerios, que previene caudillismos; la catequesis lenta, que respeta procesos y no premia performers; la benedicción a tareas invisibles, que visibiliza lo oculto. Tales liturgias, repetidas con intención, reeducan imaginarios.


Disciplinas personales para un corazón no elitista

La vida del ministro y del creyente se purifica en la presencia de Dios. Oraciones que nombran la soberbia, ayunos que callan la necesidad de aprobación, lecturas que desmontan ídolos, acompañamientos que exponen zonas ciegas, examen diario que registra comparaciones, prácticas de anonimato voluntario que doman el ego, generosidad escondida que mata la necesidad de aplauso, servicio a quien no puede devolver el favor: estas disciplinas, practicadas con gracia, cuidan el corazón de la tentación de “ser alguien” a costa del cuerpo.


Teología que funda la igualdad: imagen de Dios, sacerdocio de todos, unión con Cristo

Tres pilares teológicos sostienen la lucha contra el elitismo. La imagen de Dios confiere dignidad radical a cada persona; ninguna diferencia de talento o historia confiere más imagen a unos que a otros. El sacerdocio de todos los creyentesrecuerda que el acceso a Dios no está mediado por castas espirituales; los oficios existen, pero el acceso es común. La unión con Cristo nos hace partícipes de su vida; no hay versión premium de la filiación. Quien está en Cristo es nueva creación; ese estatus no admite suplementos.


Casos pastorales: escenarios de discernimiento

Imaginemos una congregación donde el equipo de alabanza, muy talentoso, ha generado una cultura de backstage inaccesible. La corrección pastoral no es sólo exhortación; es reconfigurar prácticas: ensayos abiertos, mentoría de nuevos, tiempos de oración con la iglesia, repertorio que privilegie la voz del pueblo, simplificación deliberada para que la congregación cante más y admire menos. La solución no es bajar la calidad, sino volver a poner la música al servicio de la asamblea.

Otro escenario: un círculo de estudio avanzado que, sin querer, ridiculiza la piedad sencilla de los mayores. El pastor puede invitar al grupo a presentar resúmenes catequéticos a la iglesia, a visitar hogares para escuchar historias de fe, a escribir devocionales en lenguaje accesible. El aprendizaje se convierte en puente, no en muro.

Un tercer caso: una figura carismática concentra atención y decisiones. Se requiere valentía para establecer colegialidad, abrir procesos de rendición de cuentas, limitar tiempos en plataforma, instituir descansos sabáticos, visibilizar equipos, invitar al líder a tareas no visibles. La comunidad aprende que la autoridad florece mejor cuando es compartida.


Economía y elitismo: honrar a los invisibles

Nada delata tanto el elitismo como el presupuesto. ¿A quién se remunera y a quién se da por sentado? ¿Quién limpia el salón, quién cuida niños, quién visita enfermos, quién prepara la mesa? La cultura del Reino honra con hechos, no sólo con palabras. Reconocer, agradecer, retribuir en lo posible, narrar públicamente el valor de lo oculto, invertir en lo comunitario más que en lo ornamental, son decisiones pastorales que enseñan teología sin decir una palabra. El elitismo se derrite cuando la economía cuida a los pequeños.


Misión sin pedestal: de la plataforma a la calle

El mundo no necesita una iglesia que se admire a sí misma. Necesita ver a Cristo sirviendo por medio de un pueblo humilde. La misión anti-elitista se parece al Buen Samaritano: cruza la calle, toca heridas, paga cuentas, se compromete en el tiempo. Una iglesia que lava pies en el barrio difícil, que se deja interpelar por el dolor de los pobres, que aprende de la sabiduría popular, que corrige su lenguaje para ser entendida, que comparte mesas antes que programas, desactiva el narcisismo espiritual. La calle es escuela de humildad.


Arrepentimiento comunitario: memoria que sana

Cuando el elitismo dejó heridos, la iglesia debe nombrarlo y pedir perdón. Las liturgias de arrepentimiento no son debilidad; son fidelidad. Recuperar historias silenciadas, ofrecer espacios de escucha a quienes fueron marginados, reparar en lo posible, reasignar responsabilidades, crear garantías para que no se repita, son frutos dignos de arrepentimiento. El Espíritu no sólo consuela; también reordena.


Esperanza: la gloria del Cordero que hace iguales

El fin hacia el que caminamos es una ciudad donde no hay templo porque el Cordero es su luz. Allí, las naciones traen su gloria, y nadie compite porque todos contemplan. La esperanza escatológica no es evasión; es energía para el presente. Vivimos anticipando esa mesa; por eso, rechazamos cualquier jerarquía que contradiga el Evangelio. La belleza última de la Iglesia no será la de sus plataformas, sino la de su amor. Ofrecer hoy comunidades donde el pequeño es grande, donde el sabio se hace niño, donde el líder sirve y desaparece para que Cristo crezca, es la mejor apologética.


Conclusión: de la superioridad al servicio, de la comparación a la comunión

El elitismo espiritual es incompatible con el Evangelio porque niega la gracia y desprecia el cuerpo. No se combate con campañas de imagen ni con igualitarismos superficiales, sino con teología de la cruz y prácticas de humildad. La Iglesia moderna necesita una renovación de su imaginación: volver a ver la grandeza en el último lugar, la belleza en lo escondido, la sabiduría en la voz del pobre, la gloria en el servicio.


Si el conocimiento se vuelve torre, pidamos al Señor que lo transforme en taller. Si los dones se vuelven capital, devolvámoslos a su naturaleza de caridad. Si el liderazgo se vuelve pedestal, bajemos a lavar pies. Si el estilo se vuelve trinchera, hagamos de la mesa común nuestro centro. Si la plataforma digital desorienta, recobremos el ritmo de la vida local. Que la gracia reordene lo que el orgullo descompuso, que el Espíritu distribuya, que la Palabra juzgue, que la mesa iguale, que la misión descentre.


Y que, al final, al ver nuestras comunidades, muchos puedan decir: aquí no hay élites, aquí hay hermanos; no hay marcas, hay nombres; no hay escenarios, hay mesas; no hay dueños, hay siervos; no hay estrellas, hay un solo Señor. A Él sea la gloria en la Iglesia, ahora y siempre. Amén.

 

 
 
 

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