La Oración que Gobierna Realidades: Descubriendo la Causa de Nuestra Fe
- Yonathan Lara
- 29 oct
- 8 Min. de lectura
Introducción: la oración que nace de la revelación
Cuando el apóstol Pablo escribe a los efesios, no lo hace desde una prisión de resignación, sino desde una posición de gobierno espiritual. Sus palabras no son lamentos de un prisionero, sino decretos de un embajador de Cristo. En Efesios 1:3–14, Pablo despliega una de las doxologías más profundas del Nuevo Testamento, donde bendice a Dios por las realidades eternas otorgadas a los creyentes en Cristo. Y es precisamente sobre la base de estas verdades que su oración posterior en los versículos 15–23 adquiere un carácter apostólico. Pablo ora porque conoce las causas de la fe; intercede porque ha comprendido lo que ya se ha establecido en los cielos.
La oración que gobierna realidades no surge del vacío ni del capricho humano; nace de la revelación de lo que Dios ya ha hecho en Cristo. No es una oración que intenta convencer a Dios de actuar, sino una oración que participa activamente en la ejecución de su propósito eterno. Por eso, para comprender la dinámica apostólica de la oración, es necesario descubrir primero cuáles son las causas que la motivan. Efesios 1:3–14 nos revela esas causas: bendición espiritual, elección, santidad, adopción, gracia, redención, sabiduría y el misterio de su voluntad. Cada una de ellas no solo informa nuestra teología, sino que transforma nuestra práctica de oración y nuestra manera de vivir.
La bendición espiritual en Cristo
Pablo comienza declarando: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo” (Efesios 1:3). Esta afirmación establece el tono de toda la carta y de toda oración apostólica. No oramos desde la carencia, sino desde la abundancia. No pedimos como mendigos, sino que intercedemos como herederos. La bendición espiritual no es algo que esperamos recibir en un futuro incierto; es una realidad ya otorgada en Cristo.
Cuando comprendemos esto, nuestra oración cambia de tono. Dejamos de insistir obsesivamente en lo que creemos que nos falta y comenzamos a dar gracias por lo que ya se nos ha dado. La oración apostólica se convierte en proclamación de la riqueza que tenemos en Cristo. Esta perspectiva nos libra de una espiritualidad de escasez y nos introduce en una espiritualidad de abundancia, donde reconocemos que todo lo necesario para la vida y la piedad ya nos ha sido dado (2 Pedro 1:3).
En la práctica, esto significa que nuestras oraciones no deben estar dominadas por la ansiedad de la necesidad, sino por la gratitud de la provisión. Cuando la Iglesia ora desde la abundancia, gobierna realidades, porque proclama lo que el cielo ya ha decretado sobre ella.
Escogidos antes de la fundación del mundo
Pablo continúa diciendo que fuimos escogidos en Cristo “antes de la fundación del mundo” (Efesios 1:4). Esta verdad es escandalosa porque nos recuerda que nuestra relación con Dios no depende de méritos, sino de su iniciativa eterna. Antes de que existiera el mundo, ya habíamos sido pensados en el corazón de Dios.
Esta elección no nos lleva a la pasividad, sino a la confianza. Oramos con certeza porque sabemos que nuestra fe descansa en un Dios que nos escogió antes de que pudiéramos responderle. La oración apostólica no nace de la inseguridad, sino de la seguridad de haber sido amados desde la eternidad.
Cuando una iglesia ora con conciencia de haber sido escogida, se libra del complejo de orfandad espiritual. Ya no ora tratando de ganarse el favor de Dios, sino celebrando que ya lo posee. Esta identidad de escogidos nos capacita para interceder con audacia, sabiendo que nuestra voz tiene lugar en la sala del trono.
Santos y sin mancha
La elección de Dios tiene un propósito: que seamos santos y sin mancha delante de Él (Efesios 1:4). Esta no es una declaración condicional, sino una afirmación de identidad. En Cristo, ya somos vistos como santos, apartados para Dios, libres de toda acusación.
Esto transforma radicalmente nuestra manera de orar. Muchos creyentes oran desde la culpa y la vergüenza, como si tuvieran que convencer a Dios de escucharlos a pesar de sus fallas. Pero la oración apostólica se fundamenta en la justicia imputada de Cristo. Nos acercamos confiadamente al trono de la gracia porque hemos sido declarados santos y sin mancha.
En la práctica, esto significa que nuestras oraciones deben estar impregnadas de confianza, no de temor. Cuando recordamos que ya hemos sido justificados, nuestras palabras dejan de ser súplicas de condenados y se convierten en decretos de hijos libres. Esta es una de las formas en que la oración gobierna realidades: nos posiciona como embajadores que hablan en el nombre del Rey.
Adoptados como hijos de Dios
El apóstol declara que hemos sido “predestinados para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo” (Efesios 1:5). La adopción es una de las verdades más tiernas y poderosas del Evangelio. No solo fuimos perdonados, sino recibidos en la familia de Dios. La oración, entonces, deja de ser una transacción religiosa y se convierte en un diálogo familiar.
La oración apostólica no es el grito de un esclavo buscando la atención de su amo, sino la conversación de un hijo con su Padre. Esta cercanía nos da libertad para expresar nuestras cargas, pero también nos da responsabilidad para alinearnos con el deseo del Padre. La adopción cambia el tono de nuestras oraciones: ya no son negociaciones, sino participación en la mesa familiar donde se deciden los asuntos del Reino.
Aquí descubrimos que la oración que gobierna realidades no es una fórmula mágica, sino el fruto de una relación filial. Somos hijos que participan en la administración de la casa del Padre.
La gloria de su gracia
Pablo afirma que todo esto es “para alabanza de la gloria de su gracia” (Efesios 1:6). La oración apostólica no se centra en engrandecer nuestras necesidades, sino en exaltar la gracia de Dios.
Cuando oramos, lo hacemos para reconocer y proclamar la gloria de su gracia manifestada en Cristo.
Esta perspectiva nos libra de una espiritualidad utilitarista. No oramos solo para obtener resultados, sino para honrar al Dios que nos ha dado todo en su Hijo. La oración se convierte en liturgia de gracia, en acto de adoración que reconoce que todo lo que tenemos es don inmerecido.
En la práctica, esto significa que nuestras oraciones deben estar impregnadas de alabanza. Aun cuando intercedemos por necesidades, lo hacemos desde la gratitud, sabiendo que cualquier respuesta será una manifestación de la gloria de su gracia.
Redención y perdón de pecados
Otra causa de la oración apostólica es la redención: “en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia” (Efesios 1:7). La redención no es solo una idea teológica, sino una realidad que transforma nuestra manera de orar. Ya no somos esclavos del pecado ni de la culpa; hemos sido comprados a precio de sangre.
Esto significa que la oración apostólica no es una súplica desde la esclavitud, sino una proclamación desde la libertad. Cuando intercedemos, lo hacemos como redimidos, conscientes de que ninguna acusación puede invalidar nuestra voz delante de Dios.
El perdón de pecados también nos capacita para interceder por otros. Así como hemos recibido misericordia, oramos para que esa misma misericordia se extienda. La oración apostólica es siempre inclusiva, porque quien ha sido perdonado no puede dejar de clamar por la redención de los demás.
Sabiduría e inteligencia en Dios
Pablo dice que Dios “hizo sobreabundar para con nosotros en toda sabiduría e inteligencia” (Efesios 1:8). Esto significa que la oración apostólica no se basa en la ignorancia, sino en el discernimiento. No oramos a ciegas, sino iluminados por la revelación del Espíritu.
Aquí comprendemos que orar apostólicamente es pedir continuamente sabiduría y revelación. Necesitamos ojos espirituales para ver lo que Dios está haciendo y oídos atentos para escuchar su voz. Sin sabiduría, nuestra oración se reduce a repetir necesidades humanas; con sabiduría, se convierte en instrumento de gobierno divino.
En la práctica, esto implica que nuestras oraciones deben ser alimentadas por la Palabra. La oración apostólica no es mero entusiasmo, sino proclamación fundamentada en la Escritura. Cuanto más conocemos la Palabra, más autoridad tienen nuestras oraciones.
Conocer el misterio de su voluntad
Finalmente, Pablo declara que Dios nos dio a conocer “el misterio de su voluntad” (Efesios 1:9). La oración apostólica es, ante todo, búsqueda de entendimiento de ese misterio. No oramos solo para cambiar circunstancias, sino para alinearnos con el propósito eterno de Dios en Cristo.
El misterio revelado es que en Cristo todas las cosas, en el cielo y en la tierra, serían reunidas (Efesios 1:10). Por lo tanto, nuestra oración no puede limitarse a lo personal; debe abarcar lo cósmico. Intercedemos para que la unidad del plan de Dios se manifieste en la historia.
La oración apostólica nos saca del egocentrismo y nos introduce en la misión. Ya no pedimos solo por nuestro bienestar, sino por la manifestación del Reino de Dios en todas las dimensiones de la vida.
Aplicación práctica: orar por la causa
Estas causas no son meras verdades teológicas; son fundamentos para la práctica de la oración apostólica. Una de las aplicaciones más importantes es orar desde una perspectiva de revelación. En lugar de enfocarnos solo en necesidades inmediatas, pedimos comprensión de los propósitos de Dios. Nuestras oraciones se convierten en clamores por visión.
También debemos orar por identidad y propósito. Si hemos sido escogidos, santos y adoptados, nuestra oración debe pedir que esa identidad se haga realidad en nuestra vida diaria. La intercesión no es solo para que cambien las circunstancias, sino para que vivamos según quienes ya somos en Cristo.
Orar con una visión eterna también es fundamental. Como ciudadanos del cielo, debemos aprender a ver más allá de lo temporal. La oración apostólica nos eleva por encima de la urgencia del momento y nos enseña a mirar desde la perspectiva del Reino.
Finalmente, debemos orar por transformación cultural y social. El Reino de Dios no es solo asunto del corazón individual, sino que tiene implicaciones en la justicia, la economía, la política y la cultura. La oración apostólica intercede para que los valores del Reino impregnen todas las áreas de la sociedad.
Desafíos para la Iglesia del siglo XXI
El mayor desafío de la Iglesia contemporánea es elevar su nivel de oración. Con demasiada frecuencia nuestras oraciones se reducen a listas de necesidades superficiales. El reto es entrar en una dimensión de fe que gobierna realidades.
Esto implica despojarnos de nuestras ideas preconcebidas y abrazar la verdad de las Escrituras. La oración apostólica no se basa en emociones pasajeras, sino en la Palabra revelada. También exige hablar de nuestra fe de manera audaz, sin temor a la opinión pública. Una Iglesia que ora apostólicamente es una Iglesia que confiesa con valentía lo que cree.
Además, la Iglesia debe buscar revelación profunda. En un mundo saturado de información, necesitamos discernimiento espiritual. La oración apostólica no se conforma con datos, sino que pide visión desde la perspectiva de Dios. Solo así podremos interceder eficazmente por la transformación del mundo.
Conclusión: oración que transforma realidades
La oración que gobierna realidades no es un concepto teórico, sino una práctica tangible. Surge de las causas reveladas en Efesios 1:3–14: bendición, elección, santidad, adopción, gracia, redención, sabiduría y misterio. Cuando oramos sobre estas bases, no solo enriquecemos nuestra vida espiritual, sino que nos alineamos con los propósitos de Dios.
Esta práctica transforma nuestras realidades personales, comunitarias y globales. Nos enseña a orar no desde la carencia, sino desde la abundancia; no desde la inseguridad, sino desde la elección; no desde la culpa, sino desde la santidad; no como esclavos, sino como hijos; no buscando méritos, sino proclamando gracia; no como ignorantes, sino como sabios; no desde lo temporal, sino desde la eternidad.
El llamado para la Iglesia del siglo XXI es redescubrir la causa de su fe en la oración apostólica. Necesitamos dejar de ser una comunidad que solo pide ayuda y convertirnos en una comunidad que gobierna realidades en el nombre de Cristo. Al adoptar las causas por las cuales Pablo oraba, participamos activamente en la manifestación del Reino de Dios en la tierra. Y así, nuestras oraciones dejan de ser meras palabras para convertirse en decretos que transforman la historia.

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